Corría 1967. Ya no hay calendarios que se cuelguen en las paredes, excepto los de los restaurantes chinos y algunos con fotos de perros, gatos, casas de madera o cuadros prerrafaelitas que regalamos a las tías abuelas cuando el estrés impide pensar en obsequios mejores. Hace cuarenta años, sin embargo, el tiempo pasaba con la cadencia de plomo dictada por las ásperas hojas de los almanaques que pendían de un clavo en centros de trabajo, casas e internados. El paterfamilias se sentaba en su sillón favorito y abría el diario de la tarde; era un paterfamilias mal informado. Su periódico decía que el infierno eran los otros. Si pasaba algo en Australia, no nos enterábamos. Nadie sabía idiomas. Se sustituían los tranvías por autobuses, las líneas ferroviarias por autopistas, los parques naturales por centrales atómicas, las reservas de la biosfera por campos petrolíferos. ¿Cómo pudo construirse algo semejante a las periferias de nuestras ciudades? Preguntad a quienes vivían en esa época. El concepto de desarrollo sostenible se atribuía a Paco Martínez Soria, pero tampoco él creía en ello, pues le gustaba hacer turismo.
El aburrimiento parecía reinar entonces aunque muchos creyeran que a fecha de 2007 habríamos establecido colonias en Marte; las generaciones mayores de los países más avanzados no tenían nada que objetar a la recién estrenada sociedad de consumo y se refocilaban en la posesión de vehículos de tamaño bastante mayor que los Seat 600 que en aquel entonces yacían con el motor recalentado en las cunetas de los caminos de cabras españoles. Si bien los jóvenes de entonces (hoy día mayores de 55 años) no querían volver a los años de roerse un codo en plena posguerra, lo cierto es que no acababan de estar muy de acuerdo con la organización social de la época: el progreso material de la clase obrera no parecía ir acompañado de avances en lo que se refiere a la libertad de costumbres. Los padres, abuelos y bisabuelos, hombres todos ellos, seguían rigiendo la sociedad según pautas de fuerte influencia castrense y clerical, a veces anteriores a 1910, a veces anteriores al siglo XIII. En 1954, Alan Turing, uno de los padres de la computación moderna, se suicidó debido a las secuelas que le produjo el tratamiento médico que un tribunal le forzó a seguir con objeto de "curar" su homosexualidad; esto ocurría en el Reino Unido, a veces considerado como la democracia más antigua del mundo. En 1968, las leyes francesas no permitían a una mujer casada abrir una cuenta corriente sin autorización de su marido. En ésas se estaba entonces.
Theodor W. Adorno, de 64 años de edad en aquel tiempo, daba clases en la Universidad de Frankfurt; casi todos sus compatriotas habían tenido algo que ver con el nazismo, pues muy pocos pudieron exiliarse como hizo él, y muchos no quisieron. Como es lógico, existía allí una brecha generacional bastante profunda entre quienes fueron educados según los principios de propaganda de Joseph Goebbels y quienes tuvieron la suerte de nacer después. Además, la escarcha de la Guerra Fría podía sentirse por doquier, y no había donde esconderse. Fue así que cuando se aprobaron allí unas leyes llamadas de Emergencia (conocidas en alemán por el terminante vocablo de Notstandgesetze), relacionadas con el estado de excepción, el de sitio y esas cosas que recuerdan tanto a Pinochet, salió a la luz la llamada "oposición extraparlamentaria", protagonizada sobre todo por jóvenes, para cuestionar el consenso general en la materia, protagonizado sobre todo por viejos. Habiendo sido un conspicuo intelectual contestatario, autor de una teoría estética antagonista que marcaría época, Adorno no pudo sino situarse del lado de los jóvenes "extraparlamentarios". Sin embargo...
"Your child was killed in the park today, shot by the cops as she quietly laid". Tu hija fue asesinada ayer en el parque, ejecutada por la policía mientras estaba sentada tranquilamente (Frank Zappa, por supuesto, quién iba a ser). No era tan raro entonces, en aquellos tiempos de tensión, tensión, tensión... En aquel mismo año de 1967, un tal Benno Ohnesorg (cuyo apellido, curiosamente, se traduce por "sin preocupaciones") fue ejecutado por la policía alemana con motivo de una manifestación contra el Sha de Persia, entonces poderoso aliado de los Estados Unidos. Ohnesorg tenía 26 años, y no llegó a conocer Internet ni vio al hombre llegar a la Luna ni fue testigo de la decadencia de las máquinas de escribir. Quizá tenía parientes al otro lado del muro de Berlín, que se levantaba firme y recio cuando sus ojos dejaron de procesar imágenes. Quizá... Lo cierto es que a partir de su muerte llovieron los cócteles molotov, y se empezó a poner de moda hacer la revolución; de pronto ya nada era aburrido, y sin embargo Adorno, que había dedicado su vida a la revolución de verdad, a la de las mentes, a la que el paso del tiempo no puede barrer, creyó tener derecho a preguntarse si toda aquella diversión servía para algo.
No le concedieron ese derecho. Como hemos dicho, Adorno tenía 64 años y no estaba ya en una condición física que le permitiese liarse a mandobles con policías cuatro décadas más jóvenes que él, armados además con la clásica aparatología coercitiva de un Estado-nación contemporáneo. Dio igual; no hubo compasión. Era el tiempo de la rabia contra el sistema; entonces, una pedrada era revolucionaria, y escribir un libro, por muy contestatario que éste fuera, era reaccionario si además no se tiraban piedras. No era sólo cuestión de masas enardecidas; es que por si fuera poco se ligaba más. Al parecer, el Che Guevara no poseía en la vida real el semblante de guerrillero con el que pasó a la historia, pero el póster es el que es, y lo recordamos como lo recordamos (por cierto, también murió en 1967). Theodor W. Adorno había escrito mucho, y de pronto no pintaba nada, y no podía disfrazarse de valeroso luchador, y no tenía éxito con las chavalas de veinticuatro años, y le tildaban de reaccionario; navegando de modo incierto entre la perplejidad y la consternación debía hallarse aquel hombre mayor en viendo cómo una moda le pretendía robar los ideales. La recién estrenada sociedad de consumo, sin duda. La diversión.
Después de que sus clases fueran con frecuencia interrumpidas por alborotadores irredentos que le acusaban de conservador sin que él hubiera cambiado un ápice sus ideas, por las que apenas cinco años antes los conservadores le acusaban de alborotador irredento, Adorno, confundido, decidió pasar a la acción, pero no como les hubiera gustado a sus críticos (algunos querían que tirase cócteles molotov con ellos, mientras los que aplaudieron el suicidio de Turing quizá le querían ver también suicidado). Ni corto ni perezoso, se fue a Suiza, país muy popular en Alemania por sus altas cumbres y su inquietante nivel de riqueza y civismo; allí, en aquel paraíso burgués, decidió echarse al monte y trepar a una cima de 3.000 metros de altitud, lo que acabó produciéndole un ataque al corazón, del cual pasó a otra vida o a ninguna, pero lo cierto es que no se quedó aquí teniendo que lidiar con los que mataron a Turing y los que estaban de moda.
Yo no viví todas estas historias. No soy de Frankfurt, y nací algo después, aunque al ministro ése sí lo he visto por televisión, algo desmejorado por el traje azul, como todos los ministros. Aunque no conozco de primera mano los hechos, espero haber aprendido algo.
Ahora, a otra cosa. A seguir adelante.
(La imagen que ilustra este pequeño texto parece querer dar la impresión de que lo que dejamos atrás tampoco merece tanto la pena como algunos piensan. Es hermoso que el transcurrir de los minutos vaya dejando aquí y allá sus huellas y sus enseñanzas, y sí, conmueve pensar cómo los fallecidos que trabajaron por un mundo mejor nos han legado sus ilusiones para que nosotros las intentemos materializar. Pero la naturaleza, que es un concepto abstracto hallado por el ser humano y como tal no puede pensar, parece sin embargo haber sido sabia en algunas cosas, pues el tiempo va en una sola dirección, y se diría que es mejor así, aunque a todos nos hubiera gustado detenerlo en algún momento, y los hay que incluso luchan por torcer su rumbo y que demos con nuestros huesos en un pasado que de todas formas jamás existió).
El aburrimiento parecía reinar entonces aunque muchos creyeran que a fecha de 2007 habríamos establecido colonias en Marte; las generaciones mayores de los países más avanzados no tenían nada que objetar a la recién estrenada sociedad de consumo y se refocilaban en la posesión de vehículos de tamaño bastante mayor que los Seat 600 que en aquel entonces yacían con el motor recalentado en las cunetas de los caminos de cabras españoles. Si bien los jóvenes de entonces (hoy día mayores de 55 años) no querían volver a los años de roerse un codo en plena posguerra, lo cierto es que no acababan de estar muy de acuerdo con la organización social de la época: el progreso material de la clase obrera no parecía ir acompañado de avances en lo que se refiere a la libertad de costumbres. Los padres, abuelos y bisabuelos, hombres todos ellos, seguían rigiendo la sociedad según pautas de fuerte influencia castrense y clerical, a veces anteriores a 1910, a veces anteriores al siglo XIII. En 1954, Alan Turing, uno de los padres de la computación moderna, se suicidó debido a las secuelas que le produjo el tratamiento médico que un tribunal le forzó a seguir con objeto de "curar" su homosexualidad; esto ocurría en el Reino Unido, a veces considerado como la democracia más antigua del mundo. En 1968, las leyes francesas no permitían a una mujer casada abrir una cuenta corriente sin autorización de su marido. En ésas se estaba entonces.
Theodor W. Adorno, de 64 años de edad en aquel tiempo, daba clases en la Universidad de Frankfurt; casi todos sus compatriotas habían tenido algo que ver con el nazismo, pues muy pocos pudieron exiliarse como hizo él, y muchos no quisieron. Como es lógico, existía allí una brecha generacional bastante profunda entre quienes fueron educados según los principios de propaganda de Joseph Goebbels y quienes tuvieron la suerte de nacer después. Además, la escarcha de la Guerra Fría podía sentirse por doquier, y no había donde esconderse. Fue así que cuando se aprobaron allí unas leyes llamadas de Emergencia (conocidas en alemán por el terminante vocablo de Notstandgesetze), relacionadas con el estado de excepción, el de sitio y esas cosas que recuerdan tanto a Pinochet, salió a la luz la llamada "oposición extraparlamentaria", protagonizada sobre todo por jóvenes, para cuestionar el consenso general en la materia, protagonizado sobre todo por viejos. Habiendo sido un conspicuo intelectual contestatario, autor de una teoría estética antagonista que marcaría época, Adorno no pudo sino situarse del lado de los jóvenes "extraparlamentarios". Sin embargo...
"Your child was killed in the park today, shot by the cops as she quietly laid". Tu hija fue asesinada ayer en el parque, ejecutada por la policía mientras estaba sentada tranquilamente (Frank Zappa, por supuesto, quién iba a ser). No era tan raro entonces, en aquellos tiempos de tensión, tensión, tensión... En aquel mismo año de 1967, un tal Benno Ohnesorg (cuyo apellido, curiosamente, se traduce por "sin preocupaciones") fue ejecutado por la policía alemana con motivo de una manifestación contra el Sha de Persia, entonces poderoso aliado de los Estados Unidos. Ohnesorg tenía 26 años, y no llegó a conocer Internet ni vio al hombre llegar a la Luna ni fue testigo de la decadencia de las máquinas de escribir. Quizá tenía parientes al otro lado del muro de Berlín, que se levantaba firme y recio cuando sus ojos dejaron de procesar imágenes. Quizá... Lo cierto es que a partir de su muerte llovieron los cócteles molotov, y se empezó a poner de moda hacer la revolución; de pronto ya nada era aburrido, y sin embargo Adorno, que había dedicado su vida a la revolución de verdad, a la de las mentes, a la que el paso del tiempo no puede barrer, creyó tener derecho a preguntarse si toda aquella diversión servía para algo.
No le concedieron ese derecho. Como hemos dicho, Adorno tenía 64 años y no estaba ya en una condición física que le permitiese liarse a mandobles con policías cuatro décadas más jóvenes que él, armados además con la clásica aparatología coercitiva de un Estado-nación contemporáneo. Dio igual; no hubo compasión. Era el tiempo de la rabia contra el sistema; entonces, una pedrada era revolucionaria, y escribir un libro, por muy contestatario que éste fuera, era reaccionario si además no se tiraban piedras. No era sólo cuestión de masas enardecidas; es que por si fuera poco se ligaba más. Al parecer, el Che Guevara no poseía en la vida real el semblante de guerrillero con el que pasó a la historia, pero el póster es el que es, y lo recordamos como lo recordamos (por cierto, también murió en 1967). Theodor W. Adorno había escrito mucho, y de pronto no pintaba nada, y no podía disfrazarse de valeroso luchador, y no tenía éxito con las chavalas de veinticuatro años, y le tildaban de reaccionario; navegando de modo incierto entre la perplejidad y la consternación debía hallarse aquel hombre mayor en viendo cómo una moda le pretendía robar los ideales. La recién estrenada sociedad de consumo, sin duda. La diversión.
Después de que sus clases fueran con frecuencia interrumpidas por alborotadores irredentos que le acusaban de conservador sin que él hubiera cambiado un ápice sus ideas, por las que apenas cinco años antes los conservadores le acusaban de alborotador irredento, Adorno, confundido, decidió pasar a la acción, pero no como les hubiera gustado a sus críticos (algunos querían que tirase cócteles molotov con ellos, mientras los que aplaudieron el suicidio de Turing quizá le querían ver también suicidado). Ni corto ni perezoso, se fue a Suiza, país muy popular en Alemania por sus altas cumbres y su inquietante nivel de riqueza y civismo; allí, en aquel paraíso burgués, decidió echarse al monte y trepar a una cima de 3.000 metros de altitud, lo que acabó produciéndole un ataque al corazón, del cual pasó a otra vida o a ninguna, pero lo cierto es que no se quedó aquí teniendo que lidiar con los que mataron a Turing y los que estaban de moda.
Los alumnos de Theodor W., aquellos que arrojaban tantas piedras y le acusaban de cobarde, vendido y carente de testosterona (poco revolucionario es este vilipendio, pero eso era lo que le echaban en cara), acabaron de muchas maneras, pero uno de ellos fue ministro de Asuntos Exteriores de Alemania durante siete años, participando en múltiples reuniones de jefes de Estado y de Gobierno. Estuvo en la cumbre del G8 en Génova, en el interior del castillo amurallado. Estuvo en la cumbre de la Unión Europea de Sevilla en 2002, en el interior del castillo amurallado. Tenía 19 años en 1967. Cuando aquellas cumbres, debía de andar por los 54. "Quien a los veinte años no es de izquierdas, es que no tiene corazón; quien a los cuarenta años sigue siéndolo, es que no tiene..." En la extrema derecha neonazi fue donde acabaron otros de los más furibundos y fogosos líderes de la revuelta estudiantil de entonces, ésa que según Adorno no tenía cerebro, a lo que sus promotores respondían que ni falta que le hacía. La revolución no acaba devorando a sus hijos, pero las modas sí acaban devorándose a sí mismas.
Yo no viví todas estas historias. No soy de Frankfurt, y nací algo después, aunque al ministro ése sí lo he visto por televisión, algo desmejorado por el traje azul, como todos los ministros. Aunque no conozco de primera mano los hechos, espero haber aprendido algo.
Ahora, a otra cosa. A seguir adelante.
(La imagen que ilustra este pequeño texto parece querer dar la impresión de que lo que dejamos atrás tampoco merece tanto la pena como algunos piensan. Es hermoso que el transcurrir de los minutos vaya dejando aquí y allá sus huellas y sus enseñanzas, y sí, conmueve pensar cómo los fallecidos que trabajaron por un mundo mejor nos han legado sus ilusiones para que nosotros las intentemos materializar. Pero la naturaleza, que es un concepto abstracto hallado por el ser humano y como tal no puede pensar, parece sin embargo haber sido sabia en algunas cosas, pues el tiempo va en una sola dirección, y se diría que es mejor así, aunque a todos nos hubiera gustado detenerlo en algún momento, y los hay que incluso luchan por torcer su rumbo y que demos con nuestros huesos en un pasado que de todas formas jamás existió).
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