He aquí lo no programado. Lo humilde, lo artesano, lo desprejuiciado, lo crítico, lo juguetón, lo saltarín. Contemplad aquella cultura que empezó sin cobrar entrada. Exponed vuestros cuerpos, mentes, historias y sueños a las infinitas formas culturales crecidas en las calles, en las catacumbas y en las habitaciones. ¿Quién ha dicho que no podáis ser parte de todo esto? Sin camerino también se inventa. Sin cánones también se crea. De hecho, sin cánones es como se imagina. Esperamos de todos modos que lo que sigue os haga sentir que vivís en un universo un poco más amplio.

martes, 31 de julio de 2007

¿Cómo os atrevéis a llamar no-lugar a estas calles donde tantas utopías se han imaginado? Capítulo I. Introducción y antecedentes más o menos remotos

Y sin embargo se mueve. Han sido muchos años vendiendo parcelas turísticas en el espacio entre el Guadalquivir y el Guadaira so pretexto de que allí podía hallarse una reserva india o urbanización marbellí para gentes con chaqueta cruzada que creen tirar monedas al populacho desde todoterrenos con cristales tintados, porque creen en la existencia del populacho y en el charlestón y en la exposición del veintinueve y en los jornaleros obligados a comer República y en el latifundio y en la fiesta de los toros; sin embargo, contaminan como en el siglo veintiuno, o aún mejor, como en los años setenta, edad de oro de la polución y la construcción de autopistas urbanas con pasos elevados. Pero son 1.427.060 habitantes de tendencia política generalmente considerada como progresista si miramos estadísticas y comparamos con la media del entorno, es decir, que no cuela la fantasía elitista de una Marbella de río caracterizada por lo bien que bailan los caballos andaluces y lo caros que cuestan los souvenirs en tiendas para jeques árabes y magnates alemanes de la comercialización de enanitos de jardín. No, nada de eso; dejemos a los turistas que consuman la ciudad-programa de cotilleo-edén decimonónico con código de barras que han contratado (un poco triste en mi opinión, pero para gustos se hicieron colores y dicen que estamos en una democracia y esas cosas) y vayamos a explorar el sitio donde los 1.427.060 individuos arriba mencionados residen realmente, donde yo escribo estas líneas ahora mismo con una sintaxis que no sé si será muy popular en estos tiempos de oraciones telegráficas, stop.

(Antes de seguir, pido disculpas anticipadas por las inexactitudes, los errores de calibre más o menos grueso y las meteduras de pezuña en que pueda incurrir a causa de lo fragmentario de mis conocimientos. Tened en cuenta que en este blog no se suele afirmar, sino que es más bien un espacio para la duda, el intercambio de ideas y el planteamiento de hipótesis; si algún lector de "Inmersión en el substrato" [en el caso de que existan tales lectores] encuentra que nuestras descripciones yerran, pues él vivió otra cosa, que nos lo haga saber; eso sí, con amabilidad).

No muy lejos de la Sevilla de los turistas, lo cual es casi una provocación para quienes confunden valor y precio, se encuentra el entrañable laberinto de callejuelas por donde ha de empezar toda exploración contracultural de la ciudad a que nos referimos. La historia cultural subterránea de dicho emplazamiento se remonta seguramente a tiempos inmemoriales; el destino insurrecto del área comprendida entre la Ronda Histórica y más o menos el eje Amor de Dios-
Campana-Encarnación quedó sellado tras el fracaso allá por el siglo XIX de una remodelación de la Alameda de Hércules destinada a convertirla en hogar de próceres y prebostes (de esa remodelación datan la Casa de las Sirenas y otros edificios señoriales de las inmediaciones). Este intento decimonónico de convertir la Alameda en distrito para élites se fue a pique cuando la vecindad se llenó de fábricas y de alojamientos para obreros; lo que entonces era el norte de la ciudad era la zona elegida para la incipiente revolución industrial sevillana, y los potentados querían distinguirse de aquella gente condenada a ser vista siempre como populacho, turba, turbamulta, horda roja o masa. De manera que los privilegiados agarraron sus sombreros, sus corbatas y sus pañuelos saliéndoles del bolsillo de la chaqueta y se fueron al sur de la ciudad a recibir turistas, mientras al laberinto de callejuelas del que hablábamos seguían llegando jornaleros hambrientos y soñadores para quienes vivir era sinónimo de luchar hasta un punto que no estoy seguro de que podamos concebir quienes hoy día disponemos de banda ancha y nevera (a veces) llena. Luchar para pagar el pan, para poder permitirse comer algo que no fuera pan (y legumbres de vez en cuando), para que los hijos no murieran en el parto, para no morir en el parto, para no perder el empleo, para no morir de enfermedades relacionadas con la mala alimentación cuando se perdía el trabajo, para no morir de enfermedades relacionadas con la mala alimentación aun manteniendo el trabajo, para no morir de enfermedades contraídas en el trabajo, para ser curado cuando uno caía enfermo (seguro médico), para no morir de hambre cuando uno no podía seguir trabajando (seguro de incapacidad) o cuando envejecía (seguro de vejez), para no ser desahuciado cuando al casero le viniese en gana... Dadas las circunstancias, soñar con otra vida era imprescindible para seguir vivo; si no se quería esperar hasta después de la muerte, sólo quedaba la política. El sistema político oficial de aquel entonces (1880 y años posteriores) había sido creado por un tal don Antonio Cánovas del Castillo con el propósito expreso de mantener al pueblo (populacho, masa, turba, horda roja) apartado de la toma de decisiones y del establecimiento de prioridades; no se trataba de mejorar la vida de la gente, sino de "mantener la estabilidad institucional", "desarrollar un concepto fuerte de España, que se materialice en una arquitectura constitucional que confiera solidez a la forma de Estado" y esas cosas que tanto se leen todavía en los periódicos y que tienen tanto que ver con cómo nos las arreglamos para llenar nuestro plato y no pelarnos de frío en invierno. De modo que el hambre y la "estabilidad institucional", que en general son malos compañeros, no pudieron coexistir, instalándose en la Alameda, el Pumarejo y alrededores (y asimismo en otros sitios próximos como Triana) una cultura reivindicativa de arrollador empuje articulada sobre demandas de elemental justicia y utopías de conmovedora naturaleza.

Los años diez, veinte y treinta del siglo XX fueron en el norte del Casco Antiguo años de miseria, enfermedad y explotación pero también de unión y solidaridad entre las gentes que sufrían tan indecibles padecimientos. No había resignación; la utopía la había expulsado de aquellas calles. Una huelga sucedía a otra, a pesar de que ese derecho no estaba reconocido y los conflictos laborales solían reprimirse con pocas contemplaciones físicas, por lo que protestar suponía arriesgar el empleo y el pellejo. Las huelgas no eran sólo laborales; también podían ser huelgas de alquileres, en que un determinado colectivo (un barrio entero, por ejemplo) se negaba a pagar a los propietarios de su vivienda si éstos (en su conjunto) no reconocían ciertos derechos o acometían ciertas mejoras.

Según se cuenta, porque creo que existen pocas grabaciones que lo atestigüen, la música que acompañaba a todo este proceso era el flamenco, que entonces no estaba mediatizado en modo alguno por estructuras de marketing y comercialización; no sé si en tiempos de la II República existía en la Península algo parecido a una industria discográfica, pero parece que el género musical mimado a nivel comercial era la copla, quedando el flamenco puro como vehículo para transmitir tradición oral y como música que acompañaba las reuniones sociales de forma espontánea. Debe tenerse en cuenta que entonces no existía el rock and roll, ni el hip-hop, ni el heavy metal ni ninguna de las músicas que hoy se asocian con la contracultura; tampoco era habitual que se dispusiera de reproductor de discos en casa. Parece que el cine y el teatro eran muy populares, y aunque los niveles de analfabetismo eran extraordinariamente elevados y la enseñanza era elitista, falta de medios y contaminada por siglos de oscurantismo religioso, ello no obstaba para que una población ávida de cultura intentara en muchos casos formarse por sus propios medios, a veces con la ayuda de los ateneos y escuelas populares que entonces surgían por doquier. Se puede decir, sin embargo, que el vanguardismo que se podía encontrar entonces era más político y social que cultural, literario o musical; quizá se pueda decir que las corrientes pedagógicas progresistas primaban la enseñanza científico-matemática y la educación en valores, pues se pensaba que para afianzar el pensamiento crítico y racional era menester desterrar primero la retahíla de supersticiones de origen eclesiástico que nublaba desde tiempos remotísimos el pensar de las gentes no escolarizadas de la zona (y a veces de las escolarizadas también, pero por lo menos éstas habían disfrutado de mayores posibilidades de elección).

El asesino Queipo de Llano, aún enterrado en la basílica de la Macarena para consternación de todo antifascista que sepa de su ejecutoria (de sus ejecuciones), cortó de raíz todos estos avances. No voy a dedicar muchas letras a condenar la inconcebible brutalidad y execrable crueldad de una represión que pretendió borrar del mapa todo lo que hubiera tenido relación no ya con ideas revolucionarias, sino con reivindicaciones de derechos que hoy damos por garantizados; me limitaré a hacerme eco de que no sólo la izquierda fue exterminada, sino que los izquierdistas fueron exterminados, llegándose a demoler edificios por el solo hecho de que allí solían reunirse revolucionarios y sindicalistas. Tan implacable aniquilación de las ideas contrarias llevó más tarde, como no podía ser de otra forma, a una cierta despolitización de la contracultura frente a la hiperpolitización de antes de la guerra. Pero eso ocurriría décadas más tarde; de momento vendría la posguerra, el miedo y la resignación, otra vez la resignación.

Duró bastante, pero no podía durar para siempre (no hay mal que cien años dure). El hambre no se había ido y muchas actividades antes toleradas habían sido prohibidas, por lo que la gente seguía teniendo bastantes razones para quejarse, o para evadirse mentalmente si, como era el caso, no se les permitía la queja. Así las cosas, estaba claro que las realidades no oficiales iban a penetrar, por muy pequeña que fuera la rendija. Irónicamente, fue a través del estamento militar y de la primera potencia mundial como llegó en ese sentido aire fresco al lugar; con toda la libertad que faltaba entonces en Estados Unidos (no hacía muchos años que a Bertrand Russell se le había prohibido enseñar en una universidad de aquel país, por ateo y corruptor de la juventud), la verdad es que aquí faltaba bastante más (cuando a Bertrand Russell se le prohibió enseñar en una universidad de Estados Unidos, declaró que la situación le recordaba a "la España de Franco"). Es bastante conocida la historia de cómo a través de las bases de Rota y Morón ciertas personas residentes en Sevilla tuvieron contacto con los ritmos en aquel entonces considerados salaces e indecentes que hacían furor entre la juventud de Estados Unidos y gran parte de Europa (aquí los cines cerraban todavía en Semana Santa por mor de la exigencia eclesial de recogimiento). En tiempo reciente he oído historias de cómo penetra la cultura occidental en lugares como Irán y Afganistán, donde la música ha llegado a estar totalmente prohibida, y he encontrado cierto paralelismo con estos recovecos de la historia de España; en la actualidad, los cantantes pop más vacuos y sintéticos de las cercanías de Hollywood pueden ser verdaderos iconos revolucionarios en ciertos países sin abandonar por ello su insípida identidad de marca comercial (miento: no son insípidos, son tan indigestos como sus patrocinadores). Elvis Presley ejercía quizá el mismo papel hace unos cuantos años, cuando los mosenes y las beatas se escandalizaban y se hacían cruces a cuenta de ese movimiento pélvico.

No obstante, lo que entró de tan insospechada y castrense manera no fue sólo la música de la América profunda ni los bailes de los repeinados y competitivos estudiantes que cada cierto tiempo vuelven a torturarnos a través de películas tipo "Grease" (aunque ese cliché también tiene su reverso, del que algún día hablaremos si nos da tiempo). Cuando tuvo que entrar la psicodelia, también entró. Mientras que en Madrid o Burgos se conocía a los Beatles y a pocas formaciones más, las discotecas de ciertos lugares de Andalucía obsequiaban a sus parroquianos con sonidos que las timoratas editoras musicales del momento no se atrevían a publicar oficialmente aquí. Se dice que el peculiar modo de circulación de las grabaciones sonoras favoreció una cultura subterránea única en el país por su carácter inequívocamente callejero y popular, ya que en Barcelona y Madrid quienes disfrutaban de acceso al rock eran gente más adinerada (en general, la diferencia de riqueza entre estas capitales y la ciudad de la que hablamos ha sido siempre bastante palpable, y se puede comparar con la que existe entre la clase media y la media baja. Seguirá siendo así mientras haya medios de comunicación de masas y Andalucía, Galicia o Extremadura no aparezcan nunca en ellos como no sea en la crónica de sucesos o en la de eventos folklóricos). Debido a este cúmulo de circunstancias y a otras razones que nos harían el artículo demasiado largo si no lo es ya, fue entonces que en Sevilla se asentó una cosmovisión contracultural más bien hippy, que aún subsiste y está ahí para todo el que quiera ver el bosque más allá de los árboles cofrades.

¿Y el resto de las formas creativas existentes? ¿Qué había sido de la literatura, el arte contemporáneo, la fotografía, el cine, el teatro y la creación vinculada a lo político-social? Pues miren ustedes, de eso la verdad es que no se recuerda mucho. Tengo para mí que a ello se dedicaban sobre todo universitarios, que amaban el cine sobre todas las cosas (Godard, Eisenstein, los recientemente fallecidos Bergman y Antonioni, el cine checoslovaco), y que poco o nada se supo por estos lares de los Provos holandeses o del movimiento Fluxus. La década de los setenta fue otra historia totalmente distinta, pero en 1969 todavía quedaban seis años de dictadura fascista sin divorcio ni anticonceptivos ni sexo antes del matrimonio ni derecho a la huelga.

Entretanto, el lugar donde comenzamos este artículo, la zona norte del Casco Antiguo sevillano, iba siendo condenado al derribo de todos sus edificios y su sustitución por deprimentes representaciones de la arquitectura de masas de la época (los edificios construidos entre 1950 y 1980 están hasta en la sopa y nos hacen llorar lágrimas de amianto; es difícil pensar en una tendencia arquitectónica que haya resistido peor el paso del tiempo). Existió sobre el papel un increíble plan de remodelación, cuyos culpables habían previsto que fuera perpetrado más o menos en 1979, que propugnaba la eliminación de casi todos los inmuebles antiguos que rodean la Alameda de Hércules, los cuales serían sustituidos por bloques de viviendas de nueva construcción con cinco plantas sobre rasante. La Alameda se iría al garete merced al asfaltado de seis carriles para vehículos automóviles, tres por sentido, y bajo la misma se horadaría un imponente aparcamiento subterráneo (¡de cinco niveles!) contiguo a una de las estaciones del primer proyecto de metro de Sevilla. Tamaño desastre urbanístico, que de haber sido cometido hubiera transformado la Alameda en una ficción tan legendaria como el castillo del rey Arturo, fue evitado in extremis por la llegada al poder en el mismo año 1979 de ayuntamientos salidos de las correspondientes elecciones (el despropósito había sido aprobado dos años antes por un pleno municipal compuesto por concejales elegidos según las normas vigentes bajo Franco, es decir, designados vaya usted a saber cómo). Lo cierto es que mucho tiene que mentir y manipular un partido político para poder ganar una votación popular llevando en su programa tan nauseabundo desmán especulativo, casi equivalente a derribar la catedral para construir encima un supermercado dedicado a vender exclusivamente merchandising de la liga de fútbol.

Este apocalipsis, cuyo advenimiento fue impedido en el último minuto por la oposición ciudadana, venía siendo planificado desde décadas antes, pues el sector Alameda-Pumarejo se iba cayendo a pedazos ante la pasividad de todos los que podían intervenir y no lo hacían porque esperaban el momento justo para trocar el carácter proletario de la zona en lucrativo perfume pequeñoburgués anunciado en TV. Las fábricas ya no estaban allí, pues en general convenía situarlas más allá de Despeñaperros; las pocas que abrieron en Sevilla lo hicieron en polígonos industriales con nombres tan propios de un polígono industrial como Carretera Amarilla, Store y Calonge, que aún hoy son lugares desapacibles donde se anima a instalar salas de conciertos porque no hay vecinos. ¿Y dónde estaban los vecinos? Fueron realojados, muchas veces a la fuerza, en bloques de viviendas tan anodinos como esas fábricas, separados en barrios distintos de un extrarradio inmenso para las dimensiones que los más viejos del municipio estaban acostumbrados a manejar. Sería allí, en esa ciudad que ya no podía ser un pueblo, donde décadas más tarde arraigaría el hip-hop sevillano, versión local de la que se considera la subcultura urbana por excelencia. Pero eso también es otra historia.

CONTINUARÁ...

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